Y todo lo malo pasa, decían. Pero
lo bueno también se acaba. Pasa el tiempo y nos damos cuenta de que las cosas
ya no serán lo mismo, que todo va a cambiar como cambian los árboles con las
estaciones. Que un día descubres que lo que estás viviendo nunca va a ser
lineal, que estamos en un ciclo.
Un día es verano, tranquilidad,
felicidad recorriendo cada parte de tu cuerpo y tiempo para todo. Al día
siguiente llega el frio y todo cambia, todo se establece como antes de que
llegaran esos días cálidos maravillosos. Rutina, sudaderas y acostarse temprano
para levantarse temprano. Todo el tiempo hay que aprovecharlo para hacer cosas
que, más que gustarnos, son por obligación. Se acabaron los días de playas que
empiezan a una hora concreta pero no sabes cuando acaban, si cuando te cansas o
cuando se esconde el Sol. Se acaban las tardes sentados en un banco con un
helado, hablando de todo pero a la vez de nada. Se acaban los planes de un día
para convertirse en planear solo el fin de semana.
Sin embargo, comienzas a crecer,
a avanzar. Vuelven las tardes de viernes con manta y peli (o manta y Netflix).
Vuelven los besos bajo el paraguas (aunque mejor bajo la lluvia). Vuelves a
moverte y aprender. Vuelves a funcionar con ese reloj que mueve a todas las
personas que vemos por la calle. Esas que siempre dicen que van a contrarreloj,
pero que en realidad lo siguen a rajatabla. Que hacen que funcione. Vienen
tiempos de despedidas o de rencuentros (o simplemente encuentros).
Pero esto es un ciclo. Un día,
que llegará más rápido de lo que pensamos, volveremos a lo mismo. Veremos cómo
los pantalones largos se sustituyen por shorts de nuevo y cómo la etapa anterior cambió
nuestras vidas. Yo solo pido una cosa, mantener a mi lado lo más importante que
tengo, aunque en esta nueva y larga etapa la mayor parte del tiempo sea sonreír
callados. Que ya volveremos a buscar helados. Pronto.