miércoles, 2 de noviembre de 2016

CIEGO POR EL ODIO

   
      Es un chico solitario. Siempre camina solo, nunca habla con nadie, siempre de negro porque no quiere mostrar nada a los demás.
        Las veces que ha intentado acercarse a alguien ha acabado mal, es más, los ha llegado a odiar con todo su corazón. Quizás su corazón sea tan negro como la ropa que guarda en su armario, es la única explicación que se daba. Al final, las personas solo le inspiraban ese odio que sintió por las que lo dañaron.
        Uno de esos días en los que paseaba con los auriculares puestos escuchando esa música que relajaba tanto que hacía que vagara sin rumbo, se tropezó con alguien. Era otro chico de su edad que iba bastante apurado y no miraba por donde iba. Nuestro protagonista solo pudo insultarle y decirle que estuviera atento y el otro, sin embargo, le pidió perdón mirándole directamente a los ojos. Tenía una mirada asustada pero llena de sinceridad detrás de ese color verde tan intenso y unas gafas de pasta negras.
        El chico de negro se marchó protestando entre dientes pero pensando en por qué él no le había dicho nada, sino que se había disculpado.
        Pasaron unos días y volvió a ver al chico, esta vez menos nervioso. Lo paró y se quitó los auriculares, tenía que preguntárselo:
           — ¿Por qué, el otro día, cuando te insulté, simplemente me pediste perdón?
         El otro chico se quedó parado, pensando la respuesta.
            — Creo — Dijo.— que las personas deberíamos darnos cuenta de nuestros errores. Yo iba corriendo y te hice tropezar, merecía el insulto. Tú merecías una disculpa.
            — Pero quizás fui duro contigo.
            — Lo fuiste. Pero tiene que haber una razón.
         Después de esto, los chicos se separaron y nuestro personaje se quedó pensando: ¿Qué razones tenía para odiar? ¿Estaba solo porque odiaba u odiaba porque estaba solo?
         Entonces lo entendió: el odio que había sentido por algunas personas lo había cegado. No todas son merecedoras de aquello. Además, nunca había querido reconocer que eso era lo que le hacía estar solo, que odiar a todos y no sentir le hacía aún más mal a sí mismo.
         Al día siguiente se acercó de nuevo al chico de las gafas, le abrazó y le dijo:
            — Me has hecho ver mis errores y reconocer que el odio no debo mostrárselo a todos. Gracias. Gracias por enseñarme a ser sincero conmigo, que yo soy el problema que hace odiar.
          El otro, comprendiendo lo que le había ocurrido, lo aceptó como amigo y le enseñó que una persona con un corazón vacío podría llegar a amar a las personas correctas. Que nosotros mismos somos el camino para eliminar el odio, perdonando y reconociendo nuestros errores. Que a veces nuestra actitud es el error.